“The most cherished possession” es la primera exposición individual en Sevilla de Matteo Pacella. De origen milanés, formado en el Reino Unido, su obra ocupa un espacio singular situado entre el diseño, la artesanía, las artes aplicadas y la instalación.
Todo comenzó por una silla. De no ser por esa silla tal vez Matteo se habría encaminado decididamente hacia la vertiente más pragmática e industrial del diseño, quedando así preso de la mesa de dibujo o, aun peor, de la pantalla del ordenador. Sucedió que de aquella silla le vino el deseo de hacer cosas con sus propias manos y de adoptar el trabajo de carpintería como su medio de expresión. A partir de ahí, su ética de trabajo lombarda le llevó a profundizar honesta y humildemente en este campo nuevo para él: en las características de cada madera, en la función de cada herramienta, en la liturgia de cada procedimiento técnico.
Debido a su formación, Matteo ha estado particularmente expuesto a las ideas de John Ruskin y a la tradición del movimiento Arts and Crafts. Por eso dedica una sostenida atención al ejercicio de la talla, la técnica que, según Ruskin, permitía al buen artesano dejar una impronta nítida de su imaginación y de su instinto naturalmente inclinado a la belleza. En proyectos anteriores, Matteo Pacella ha manifestado su admiración por las tipologías tradicionales y vernáculas de muebles, objetos de uso o enseres domésticos, por sus sencillos volúmenes y su rústica decoración aplicada, que irradian el peso y el esplendor de la forma consagrándole los espacios y los gestos más cotidianos. El título de esta exposición, “la posesión más querida”, tiene que ver con ese empeño de ennoblecer y embellecer el tiempo y la vida.
En tanto que diseñador consciente, Matteo tiene presentes las objeciones que otros maestros como David Pye hacen a quienes leen de un modo acrítico o sentimental los postulados de Ruskin o William Morris. Si estuviéramos hablando estrictamente de diseño, su posición en esta controversia entre forma y función, entre workmanship o craftmanship tendría un sentido crucial.
Pero llevar su trabajo a la sala de exposiciones permite al artista jugar con los términos en cuestión, alterando y subvirtiendo su sentido y su sintaxis. Sería, pues, más sensato recurrir al cuento, al sueño o a la fábula para hallar imágenes que describan cómo y por qué han llegado estas cosas de Matteo hasta aquí, hasta esta casa con tres espacios que derivan unos de otros y están conectados por pasos e hilos secretos, sostenidos por puntales ornamentados que vienen de un pasado mil veces reconstruido y evocado.
En este punto reaparecen las sillas. Días atrás, Matteo pensaba y repensaba su disposición en una sala, en busca de una lógica de la expectativa, de la sorpresa, pero también de la naturalidad del uso, de la domesticidad: ¿han de estar las sillas adosadas al muro como un coro de iglesia que parece examinar al espectador, u ocupando el espacio central, contándose algo entre ellas y dejando dialogar a sus ocupantes invisibles? El resultado ha de ser algo tan anómalo y tan organizado como cualquier situación fantástica medio recordada; quizás como aquel recorrido
que Matteo hizo una vez entre salas vacías de gente, ocupadas tan solo por los insólitos bestiarios y los lacónicos muebles de Enzo Mari.
Otras piezas buscan la pared a modo de pinturas y relieves. Incluso así presentadas, las soluciones de montaje elegidas intentan hacernos ver dichas piezas como si estuvieran cargadas de una rara energía que obliga a algunas a emboscarse u ocultarse, en tanto que otras son destacadas o enaltecidas. Es esta clase de energía espiritual callada, pero absolutamente legible en la manera de estar de los objetos, a la que Matteo hace alusión cuando reivindica la estética de los Shakers, movimiento religioso que preconiza la sobriedad interior y exterior. La inspiración que de allí ha tomado florece ahora para ofrecer al tacto y a la mirada todo un huerto de utensilios.
La actividad de nuestro artista o de quien sabe qué desconocidos asistentes también ha dejado su huella en los delicados entallados e iluminaciones al temple que apreciamos en estas obras.
Son como esas criaturas que llenan teatros y rincones del hogar, y recuerdan a todo ese enjambre que Jurgis Baltrusaitis clasifica arduamente en su libro sobre la inspiración fantástica u oriental -el país del sueño- adoptada por los artistas figurativos góticos: un despliegue imaginativo, pleno de caprichos y extravagancias, de híbridos de filiación bastarda, que refuta el medievalismo idealizado de los Arts and Crafts. Esa migración de seres y enseres en el espacio y en el tiempo nos abre a una realidad paralela. Fue el mismo Ruskin quien escribió cuentos de hadas con figuras y ejemplos que proponen una especie de edad ensoñada de decoro, nobleza de carácter y gusto, tal vez más congruente que la que se asentaba sobre las piedras venecianas. Muebles, oficios, adornos o artefactos nos son propuestos en ellos al margen de toda clasificación técnica y estéril, como seres animados a cuyo ejemplo vivo y ficticio hemos de responder.
Al cabo, las cosas más preciadas, guardadas en un aparador o en un chinero de nudoso pino, son también las alojadas en la psique, en el sueño o en la memoria, dimensiones en las que no podemos pensar como si fueran un vago éter, sino que acostumbran a tener la estructura de algo organizado: un edificio o, de nuevo, un mueble; dominios encomendados a la imaginación y a la materia donde se deja escuchar el discurso deslumbrante de aquello que inadvertidamente nos rodea.